Un carácter social nuevo en la sociedad global de crisis
Este texto se incluyó como epílogo actual al "Manifiesto contra el trabajo" (1999), del Grupo Krisis (Alemania), y fue publicado como anexo al mismo por la editorial española Virus, en febrero de 2002. Traducción del alemán: Marta María Fernández.
Hace ya mucho tiempo que ha dejado de ser un secreto que en el mundo occidental altamente industrializado, o incluso ya «postindustrial», soplan cada vez más vientos del llamado Tercer Mundo. No es que los países de la periferia capitalista se hayan acercado al nivel social de las democracias occidentales del bienestar, sino que, por el contrario, se extiende como un virus la depravación social en los antiguos centros capitalistas. Sin embargo, ya no es sólo que se estén desmontando los sistemas de protección social ni tampoco que aumente el paro estructural masivo, sino que, más bien, está creciendo un sector difuso entre el trabajo regular y el paro, sector que es un viejo conocido en los países del Tercer Mundo y que vegeta por debajo de la sociedad oficial -de minorías y de apartheid social, que participa en el mercado mundial- como «economía secundaria» de los excluidos y desarraigados. Caen bajo esta categoría los vendedores ambulantes de calle, los adolescentes que limpian parabrisas en los cruces, la prostitución infantil o desde los sistemas semilegales de reciclaje hasta los «habitantes de los basureros».
A escala más pequeña, estos fenómenos forman parte de las escenas callejeras diarias de Occidente y, de forma más patente, de los países anglosajones con su «clásico» liberalismo económico radical. Pero también se están desarrollando nuevas formas mixtas entre el trabajo regular y las relaciones de trabajo precario. Es necesario coger trabajos irregulares porque, desde hace veinte años (de forma especialmente drástica en los EEUU), los ingresos de los sueldos oficiales ya no son suficientes para financiar una forma de vida «normal» con piso, coche y seguro médico. Dos o tres puestos de trabajo por persona son normales. El obrero de una fábrica al acabar su jornada se va un momento a comer a casa para comenzar luego su servicio como vigilante nocturno en otro sitio. Sólo quedan unas pocas horas para dormir. El fin de semana trabaja, además, en un restaurante, no por un sueldo, sino sólo por las propinas. Cada vez cuesta más mantener la fachada de normalidad, aunque sea a costa de arruinarse la salud.
Otra forma nueva de biografías laborales inseguras consiste en que cada vez más personas tienen que trabajar por debajo de su cualificación. Están «sobrecualificados» para el trabajo que en realidad desempeñan: los mercados ya no necesitan de sus conocimientos. Desde principios de los ochenta, con el comienzo de la revolución microelectrónica y la crisis creciente de las finanzas del Estado, la formación académica dejó de ser garantía de una actividad laboral correspondiente. Se han recortado muchos puestos cualificados en el sector estatal por falta de posibilidades de financiación. Por otro lado, en el mercado libre la preparación profesional envejece cada vez más deprisa y, tras una breve «combustión continua», pierde su valor. El ciclo acelerado de las coyunturas, las innovaciones, los productos y las modas no abarca sólo los sectores técnicos, sino también la cultura, las ciencias sociales y el sector servicios de alto standing.
Durante este proceso social, se ha degradado a un sector creciente de la inteligencia académica. Han dejado de ser raros el «estudiante eterno», los que dejaban los estudios y cogían un curro en el sector servicios, ni la filóloga de treinta años en paro con un título de doctora que no le sirve de nada. En todo el mundo occidental, el taxista licenciado en Filosofía se convirtió en símbolo de una carrera social negativa. Se desarrolló un nuevo submundo que hace tiempo que se extiende más allá de la vieja bohemia. Historiadores licenciados trabajando en fábricas de galletas, profesoras de instituto lo intentan como niñeras, abogados sobrantes que comercializan objetos de arte indios. Mucha gente con formación intelectual se sigue moviendo pasados los treinta o cuarenta años en condiciones de vida casi estudiantiles o fluctúan en sus actividades entre trabajillos de repartidores, periodismo circunstancial e intentos artísticos no remunerados. La pregunta por la posición social y la profesión resulta cada vez más incómoda. Ya en 1985, dos autores jóvenes, Georg Heinzen y Uwe Koch, publicaron en Alemania De la inutilidad de convertirse en adulto. Su héroe refleja ese nuevo sentimiento vital de precariedad: «No soy padre, ni marido, ni miembro de un club automovilístico. No tengo cargos directivos ni autoridad, no dispongo de crédito en el banco. Me he formado en aquellos asuntos intelectuales que cada vez tienen menos aplicación. He sido excluido del ciclo de las ofertas...»
Si esa manera insegura de vivir podía parecer, quizás, algo exótico hace diez o quince años, ahora se ha convertido en un fenómeno de masas. El sociólogo alemán Ulrich Beck ha demostrado que «el sistema de empleo estandarizado ha empezado a deshacerse». El límite entre el trabajo y el paro se difumina. Las palabras clave del nuevo sistema de empleo, fraccionado e intrincado, son «flexibilización» y «subempleo plural». Ya hace tiempo que no es sólo la inteligencia académica venida a menos, sin cualificación y sobrante, la que se puede encontrar en esos medios equívocos de la flexibilidad. Antiguos cerrajeros, cocineros, delineantes, peluqueros, modistas o enfermeros se han convertido en subempleados multifunción sin oficio.
Todos hacen algo diferente a lo que en su día aprendieron o estudiaron. Calificaciones, profesiones, carreras, trayectorias vitales y estatus sociales delimitados y claros son parte del pasado. El subempleo es más que el mero paso constante de un trabajo asalariado al paro, situación normal entretanto para millones de personas en el mundo occidental. También es el cambio permanente entre cualificaciones, actividades y funciones casi arbitrarias; una suerte de viaje en montaña rusa a través de la división social del trabajo, que se transforma bajo la presión de los mercados a una velocidad cada vez mayor.
En los años ochenta todavía había esperanzas de poder dar un giro emancipador a la tendencia a la flexibilización de las relaciones, al no seguir la gente ya estandarizaciones rígidas, sino que -a pesar de la presión social- intentaban descubrir para sí posibilidades nuevas de organizarse la vida. El individuo flexible tenía que convertirse en el prototipo de ser humano que ya no se subordina incondicionalmente a las obligaciones del trabajo asalariado y del mercado, porque había conquistado una reserva de tiempo para actuar de manera independiente y autónoma y se podía imponer a sí mismo obligaciones voluntarias. Se hablaba de los llamados «pioneros del tiempo», que habían ganado para sí mismos «soberanía temporal», a fin de poner en marcha formas de vida al margen del ritmo maquinal capitalista del «trabajo» determinado por otros y el «tiempo libre» orientado al consumo de mercancías.
Tales ideas recuerdan a los primeros escritos de Karl Marx que preveían, para el futuro comunista, el final de la división del trabajo alienante con una famosa formulación ilustrativa: «La división del trabajo nos da el ejemplo de que, mientras exista la separación entre el interés particular y el general, la propia actividad del hombre se convierte para él en un poder extraño y enfrentado que lo subyuga. Una vez que se empieza a distribuir el trabajo, cada uno tiene un círculo determinado exclusivo de actividad, del que no puede a salir; mientras que en el comunismo la sociedad regula la producción general y me posibilita hacer una cosa un día y otra el siguiente, cazar por las mañanas, pescar por la tarde, ordeñar el ganado por la noche, ponerme a criticar después de comer, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o crítico...».
Justo 150 años después, la imagen romántica del joven Marx no tiene nada que ver con nuestra realidad flexible. No vivimos precisamente en una sociedad con aspiraciones comunistas, que se haya abierto a nuevos horizontes de emancipación social más allá del sucumbido capitalismo de Estado burocrático. Optimistas sociales de la flexibilización como Ulrich Beck o el filósofo social francés Andrè Gorz habían hecho unas cuentas muy rápidas, al querer desarrollar los potenciales de una nueva «soberanía del tiempo» individual en coexistencia pacífica con las formas de producción capitalista. Después de abandonar toda crítica fundamental al orden dominante, no quedaba ya ninguna posibilidad de ocupar emancipadoramente la tendencia social inmanente. Por eso, la lucha por la interpretación social de la flexibilización estaba sentenciada antes de empezar.
Las ideas esperanzadoras de una supuesta organización autónoma del tiempo de vida en los resquicios sociales se referían, de todas maneras, sólo a formas específicas de trabajo a media jornada que, según la teoría de Gorz, tendrían que ser subvencionadas por el Estado social para garantizar una «renta básica» segura en forma de dinero y, a la vez, posibilitar actividades voluntarias. Esta teoría bienintencionada, pero sin fundamento, ha sido desde el principio un insulto a la realidad de la gente que, bajo la presión del dumping social creciente, se ve obligada a coger dos o tres trabajos prácticamente de sol a sol. Dado que existe la «separación», constatada tanto por Marx como por otros, «entre el interés particular y el general» -es decir: la competencia ciega en mercados anónimos, que ya no es cuestionada por teóricos como Beck y Gorz-, no se puede emplear el potencial de la productividad creciente para una mayor «soberanía temporal» de la gente. En vez de esto, el capitalismo neoliberal desenfrenado ha impuesto dictatorialmente la flexibilización y ha hecho valer exclusivamente su filosofía económica de una bajada de costes a cualquier precio.
Los horarios de trabajo estandarizados se vuelven inciertos, pero no en beneficio de los trabajadores. Se extiende el «trabajo por encargo», según la demanda y con horarios irregulares. También se exige a los trabajadores una alta movilidad espacial, en contra de sus propios intereses vitales. Hace ya mucho que cientos de millones de personas se ven obligadas a la inmigración laboral entre países y continentes. Los latinos van en busca de trabajo a los EEUU; los asiáticos, a los emiratos del Golfo; gente del este y del sur de Europa, a Centroeuropa. En China y Brasil hay una enorme migración interior a las ciudades. Bajo el dictado de la globalización, se ha reforzado esa tendencia a la movilidad espacial de la mano de obra y ha llegado, entretanto, a los centros europeos. Las oficinas del paro alemanas, por ejemplo, pueden obligar a los parados a desplazarse cientos de kilómetros de su lugar de residencia y a «visitar» a sus familias sólo los fines de semana. También los directivos de las empresas tienen que cambiar cada vez más a menudo, en beneficio de sus carreras, la cuidad, país o continente de su actividad profesional. Las personas se convierten en vagabundas socialmente desarraigadas de los mercados.
La flexibilización supone también el cambio constante entre trabajo dependiente y «autónomo». Los límites entre trabajadores asalariados y empresarios se difuminan, pero también esto en detrimento de los afectados. En el curso de este outsourcing surgen cada vez más autónomos aparentes, es decir, pseudoempresarios sin organización empresarial propia, sin capital financiero propio, sin empleados y sin la famosa «libertad de empresa», porque dependen de un único contratante: la empresa para la que trabajaban antes, la mayoría de las veces, que de esa manera se ahorra la seguridad social y, en vez de por el horario del convenio, sólo paga trabajos concretos en cada caso, con «honorarios» muy por debajo del sueldo anterior.
Flexibilización significa, por lo general, desviación del riesgo sobre los empleados dependientes y delegación de la responsabilidad hacia abajo: más rendimiento y mas estrés por menos dinero. El vínculo empresarial se relaja y los llamados «colaboradores» se dividen en una plantilla central cada vez más reducida, a la que también se recortan o eliminan las prestaciones sociales de la empresa, y una plantilla satélite, precaria, creciente de «reserva», que se llaman, por ejemplo, «trabajadores freelance» o «trabajadores con cartera». Dentro de la plantilla central, los departamentos se dividen en «centros de ganancias» en competencia. La cultura empresarial de integración ha caducado. Con el ejemplo del consorcio multinacional IBM, el historiador social norteamericano Richard Sennet mostraba en 1998, en su libro El hombre flexible, esta lógica de la deslealtad: «Durante los años de los recortes y la reestructuración, IBM no transmitía ya ninguna confianza a los empleados que le quedaban. Se les comunicó que a partir de ese momento todo dependía de ellos mismos, que ya no eran los hijos de la gran empresa».
Los individuos flexibilizados capitalistamente no son personas conscientes ni universales, sino sólo gente universalmente explotada, insolidaria y solitaria. La nueva responsabilidad del riesgo no divierte, más bien da miedo, puesto que lo que está en juego permanentemente es la propia existencia. La desconfianza general gana terreno. En un clima de manía persecutoria y de acoso, surge una cultura empresarial paranoica. Las personas constantemente inseguras y sobrepresionadas pierden la motivación y se ponen enfermas. Y cada vez se las convierte en más superficiales, desconcentradas e incompetentes; porque una preparación verdadera necesita de un tiempo que el mercado ya no tiene. Cuanto más rápido cambian los requisitos, la competencia se vuelve más irreal y el aprendizaje se convierte en un mero consumo de saber que no deja tras de sí más que basura de datos. La calidad se queda por el camino. Si sé que todo lo que aprendo y por lo que me esfuerzo va a ser inservible al cabo de un rato, entonces la atención disminuye.
Trabajadores azuzados y desocializados, que lo único que pueden hacer es engañar a sus directivos, a sus clientes y a sí mismos, se convierten en contraproductivos también empresarialmente hablando. Con la flexibilización total el capitalismo no resuelve su crisis, sino que se conduce ciertamente a sí mismo ad absurdum y demuestra que ya sólo es capaz de desatar energías autodestructivas.
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